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Fuente: La Vanguardia
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El atuendo de los veterinarios es una forma de comunicación no verbal que probablemente formará las primeras impresiones de los cliemies |
El primero estaba en un cuadro pintado al óleo, sobre la chimenea del comedor de la casa de campo, donde veraneaba en mi infancia. Mientras comíamos en una enorme mesa, con muchos comensales y fuentes, yo miraba de soslayo al perro, que era de caza con dibujos en la piel que se asemejaban a un mapa, y él miraba de frente, como miran los perros. Recuerdo que estaba sentado al pie de un árbol sin follaje, en que se apoyaban la mochila, los rifles, las escopetas, las perdices y no sé si una liebre o varias, o si todas las perdices eran liebres. Yo también estaba sentada, casi a la cabecera de una mesa en forma de óvalo, cubierta con un mantel de Damasco, blanco, con rosas, mariposas o lirios. De buena gana hubiera cedido mi asiento y me hubiera sentado al pie del árbol. A ese perro pintado me unía el silencio. Ninguno de los dos hablábamos a la hora de las comidas; yo, por timidez, y él, no por ser perro sino por estar en un cuadro; así me parecía a mí. "Ayúdame a sobrevivir", tal vez le habría dicho interiormente, si hubiera sabido formular el sentimiento, porque siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir: hasta que lo conocí a Áyax.
El segundo se llamaba Áyax. Me parecía hermoso, más hermoso que todos los otros, quizá por su altura, la belleza de su piel o la mirada, que era tan viva y tan noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de tener un perro, es trágico a veces. Me enseñó también a conocer, a apreciar la verdadera fidelidad. No era mío, pero eso no importaba, ya que en toda posesión hay remordimientos; fue mi predilecto, pero ¿qué digo?, fue mi predilecto porque lo asocio a la llegada de la felicidad: este es el mayor motivo de gratitud que tengo. En mi recuerdo, la dicha va siempre acompañada de aquel perro, como San Roque del suyo.
Áyax era atigrado, con orejas chicas y frías. Sus ojos eran del color amarillento del agua de los estanques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las patas traseras, alcanzaba la altura de un hombre. Que fuera tan grande y que tuviera las orejas tan chicas y frías, me enternecía no sé por qué. Yo solía acariciarle las orejas y no el lomo o la frente, que su amo acariciaba mirándole los ojos con tanto entendimiento. Recortado parecía un tigre, sobre todo cuando apoyaba la mandíbula sobre el suelo, mordiendo ávidamente un hueso. Las primeras veces que lo vi, más que simpatía, me inspiró miedo. Cuando advertí que era bueno, a pesar de su color, de su tamaño y de su ladrido, me sentí protegida por él, pero todo eso tardó en suceder, porque ni él se rendía a mi adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que todo aquello que me inquietaba en él, alguna vez me infundía tranquilidad, que las noches en el campo, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad total, gracias a Áyax, ya no me acecharían con amenazas. Áyax era el guardián, la sirena de alarma, el médico rural. Se me antojaba que tenía poder de apagar el fuego, ahuyentar la muerte o los malos espíritus. Durante un verano, cuando nos mudamos a la casa de campo que había pertenecido a una de nuestras abuelas, el piso alto se llenó por la noche de ruidos insólitos, que atribuimos al principio a comadrejas, gatos o ratones que corrían por el techo, hasta que apareció un sombrero sin dueño, que nadie reconocía. El sombrero era indudablemente de otra época. Lo mirábamos sin comprender, como los monos miran los objetos que inventan los hombres. Áyax nos miraba. Entonces supimos que la casa estaba habitada por fantasmas y que uno de ellos usaba sombrero. Nos alegramos, pero Áyax, siempre vigilante, creyó que los ruidos y los objetos misteriosos nos molestaban, destrozó el sombrero olvidado en la silla de mimbre, ladró a los pasos anónimos que poblaban el admirable silencio y ahuyentó a los fantasmas.
Áyax tardaba un buen rato en acomodarse en su cama. Daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. A veces las vacilaciones eran angustiosas; después de vueltas y vueltas, se detenía y miraba escandalizado algo en la cama, pero ese algo era un mínimo detalle, que nadie, salvo él, advertía.
Nunca ponderamos bastante la inteligencia de un animal querido, pues no podemos citar una frase que haya dicho o escrito memorablemente; para alabarlo contamos sólo con las manías o los gestos íntimos de cariño que tuvo y que van perdiendo fuerza con el tiempo, a medida que los borran de nuestro recuerdo tantas acumuladas frases orales y escritas de los seres humanos.
Cuando hablamos de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan, porque piensan: "Yo también tuve (o tengo) un perro", o bien, "Nunca me interesaron los perros".