El subterráneo
vehículo le ejemplifica la relatividad. Aislado auditivamente, Alex se
reformula la realidad a cada momento, con cada sonido emitido por su aparato
sonoro… Ese reflejo en el cristal…, “mi” reflejo… ¿ya no me pertenece…, o…
alguna vez me perteneció? Tantos reflejos, movimientos e individuos
merecerían interminables análisis, interminables laberintos especulares,
pero él evita caer en ellos. Admira y detesta en proporción variable a quienes
tan livianos van por la vida, sin preguntarse siquiera algo existencial. Van
tan confiados de que tienen el control de sus vidas. Alex se ríe, por no
llorar… ¿Para qué llenar con más lágrimas ese terrible océano de dudas?
La tentación es tan
dulce, tan cálida, tan confortable. Crearse una realidad a medida y creerse su
dios. Tener el control. Tener la gloria…, ser su dueño. Por momentos, Alex
detecta en los otros la sospecha de que él es distinto y en consecuencia…
peligroso. Hábilmente, con trucos verbales y ademanes, marea a quien
sospecha y luego huye, ya que se sabe falible. Se cuida al mínimo detalle de no
revelar… “su” secreto…, de no perturbarlos, porque… ¿Para qué arrancarlos de su
letargo?... ¿Para qué crear nuevos nudos, que aseguren de manera novedosa los
anzuelos inmateriales?..., para luego cargar con esa pesada responsabilidad… Y
con las posteriores frustraciones por no poder aportarles respuestas…, solo
compartir ilusoriamente alguna fantasmal embarcación, algunos trozos de lógica
razón, gélidos trozos como de hielo.
Alex aborrece esa
recurrente sensación de ordenar cosas que obstinadamente, ante el mínimo
descuido, aparezcan caóticamente flotando otra vez. De sentir la culposa
sensación de estar perdiendo el tren del tiempo…
—«Esta curva es muy cerrada», –sospechó que le dijo la señorita que estaba justo
enfrente de él–. Confiado en su frágil cordura, se quitó los tapones sonoros.
—Pues sí…, por momentos…si cierras los ojos, la
curva parece no tener fin.
La chica, joven
veinteañera desaliñada, bonita y pálida sin sol, le dijo:
—Es que es… es infinita. Estamos hace casi una hora girando hacia la
izquierda y no llegamos a la estación.
La sensación de
vértigo fue instantánea. Alex, casi siempre observando lo surreal con cierta soberbia,
ahora se sentía en pánico. Tanto estar al límite de lo real… que lo imposible
parecía manifestarse. Manteniendo la poca calma, la poca que puede tener un
náufrago aferrado a un trozo de hielo en un mar tropical, le respondió:
—Este, eeee… eso que dices, debo decirte, que es
producto de tu imaginación. Estamos en la línea amarilla rumbo a la playa. En
esta línea de metro no existen las curvas infinitas.
—Aaaaa… y entonces… ¿Por qué no hay suelo…, ni
rieles?
El horror era
lo próximo. Su frágil cordura se evaporaba, junto a la helada calma. Sin mediar
palabra, sonido o gesto facial, Alex se paró de un salto sin doblar las
rodillas y se aproximó a la ventanilla… Y en efecto…, el horror ya es presente.
Para su espanto, el suelo y los rieles… no estaban. ¡No estaban! Algo
similar a un líquido invadía los laterales exteriores del vagón hasta el borde
inferior de las ventanillas. La pálida chica sacó un cigarrillo y con gran
tranquilidad lo encendió. En ese mismo momento, como para reforzar más la desesperación,
se fue la electricidad del vehículo subterráneo. Sólo el anaranjado resplandor
de la pitada reflejado en el pálido rostro, era visible.
El acordeón sonó
estrepitosamente. Los dos hombres inmigrantes morenos, sudados, con
alegría prementalizada y sonrisa de cursillo norteamericano de marketing,
danzaban lateralmente con la mirada perdida. Uno generaba sonidos que parecían
un tango acelerado, el otro, seguía
con movimientos automatizados el ritmo.
—«Una moneda amigo,
una moneda por show música amigo». –Dijo con
exigencia cordial el bailarín a Alex–. El paki bailarín, ante la ausencia de
respuesta, se alejó de Alex con cierto pavor.
—Sé que no se puede fumar en el metro, pero
me da igual. Esas palabras, como salidas de alguna caverna cercana,
acomodaron a Alex en su asiento nuevamente. Por impulso, por apego a las normas
o por no revelar “su” secreto, le respondió:
—Apagá ese cigarro ya, que nos van a meter
una multa, nena.
—¡Saliendo sigue agua, tarado!.
—¡Es que pegar yo a otro conducto!... yyyy ya
estropeé el plan… ¡el plan estropeee Gregoooorioooo!
—Eres definitivamente un pelmazo Kairo, no sé para
que te saqué de allí. Ahora tendremos que matarnos. ¡Otra vez!... ¡Y vaya a
saber dónde apareceremos…!
Ambos repitieron,
una vez más, el funesto ritual.
—Está todo rojo, bueno, anaranjado Gregorio... Qué
rostro tan delicado ese, ¿lo ves? Tan pálida, tan bonita. Tiene
que tomar más sol ese bonita señorita.
—¡Kairo!, concéntrate en lo oblicuo, que si no, no
salir más de aquí.
—Estoy harto de tocar siempre el mismo tanguito, y
tú siempre pareciéndote a un desgarbado mono bailarín.
—Ya casi llegamos Kairos, ya casi... ¡Que suene un
poco más, solo un poco más y… saltamos!
—Parece que melenudo ese nos reconoció… ¡Gregorio…
pídile urgente la llave... bueno… una moneda, ya! ¡Apresurarte!
—¡No reacciona, Kairo… no reacciona…vio el agua, vio
el agua! Está a la mitad, no responde, se fue…
—¡La que armaste pelmazo de Kairo rompiendo los
conductos…, saltar ahoooora!
—Por más que me lo digas, lo seguiré haciendo…. Y si
me pescan, pues les muestro una teta y listo… ¿vos viste como se retuercen
estos reprimidos ante apenas un fragmento desnudo.
—¡Baaaasta Gloria! ¡Esos jueguitos eróticos no
me causan gracia, para nada! ¡O apagás el cigarro ya mismo, o me voy!
—Andate Alex…, ya volverás…como siempre…, volverás
«Pero qué le pasa a esta pendeja... si…
si…si esos pálidos, blancos, duros y pequeños pechos son míos. ¡Míos! Yo le
pago a Gloria los cigarrillos y las clases de levitación y los trozos de helada
calma y los rayos de sol empaquetados y los…, que nunca utiliza por cierto…
¡mejor que no los usa!… Me gusta así…, tan pálida…, tan eterna. Además, si
estamos en esta dimensión del intercambio, pues no solo sobre su pecho reino,
sino sobre ¡toda ella!, sobre toda ella tengo mi dominio. Y encima que ahora
fui exonerado de la condena laboral, debería acompañarme más. Ella está
obligada ¡obligada! a darme lo que quiera. Yo pago... ¡yo pago! Uuffffff… debo
regresar…, mejor regreso… A ver si la agarran y la violan algunos energúmenos».
Alex volvió sobre
sus pasos, pensando. El tren aún giraba hacia la izquierda… Parecía infinita la
curva. Unos músicos, dos, de apariencia extranjera, de Pakistán o por ahí,
metían disimulada y rápidamente unas herramientas justo debajo del asiento de
Gloria. ¡Justo ahí abajo, habiendo
cientos! Y de yapa… ¡La humareda que está haciendo la caprichosa de Gloria!…
¡Y estos pakis meten sus cosas ahí abajo…, justo ahí debajo!
Gloria, siempre tan
imperturbable, esta vez reaccionó. Intentó detener a los músicos en su afanosa
labor de romper y forzar los conductos hidráulicos de la puerta lateral del
vagón. Ensañado, uno de ellos logró quebrar la unión del caño con la
puerta y esta se abrió de repente.
—¡Saltar ya
Kairo!... ¡Ya es ya!... ¡Ahora!
—¡Hay agua mucha todavía Gregoooorio!
—¡Pues aguantar tus consecuencias Kairo… pelmazo…
saltar ya!
Saltaron. Los dos
morenos, saltaron. El impacto fue terrible. Fue instantáneo…, unas amorfas
manchas viscosas era lo único que quedaba de ellos…
Carn Edeluz